El día que cerró la molina de José María Gil, en San Bartolomé, en casa nos llevamos un disgusto. Aunque quizá sería más propio empezar diciendo que el día que cerró la molina de José María Gil, en San Bartolomé, Lanzarote se llevó un disgusto. O debió llevárselo, porque cerrar es morir un poco. De repente, aquel día de hace cuatro años, en casa no tuvimos dónde llevar el millo tostado a moler para que retornara gofio. Un vacío que llegó a otras tantas familias del campo lanzaroteño. Nuestro millo se quedó sin el camino que solía recorrer una vez cada tanto. Y la isla entera empobreció al quebrarse uno de los eslabones que le unía al pasado, a la tradición, a su cultura misma. La vieja molina llevaba tostando y moliendo desde 1919.

Un siglo después, y tras un parón de un par de años, vuelve a oler a gofio.

La nieta de Don José María, Silvia Gil, junto a Lourdes Rodríguez, forman la sociedad del renacimiento de La Molina, así, en mayúsculas, dispuestas a acompañar al gofio fuera de su zona de confort, una expresión que han acuñado y que viene a simbolizar el ímpetu y la filosofía de una nueva generación. El lugar mantiene elementos de su pasado histórico. Visibles desde el exterior: la vieja molina pronta a ser restaurada, y en su alma misma. Allí pasan plácidamente su jubilación y son testigos de estos nuevos tiempos: la antigua tostadora, la cernidora -restaurada por los alumnos de la Escuela de Artes y Oficios Pancho Lasso- o el viejo motor importado de Inglaterra a principios del siglo XX.

Conviven con las nuevas ideas y los muchos proyectos que tienen en mente Silvia y Lourdes. Partiendo siempre del grano de Lanzarote, tuestan y muelen el propio o de quienes lo acarreen hasta el local, en pleno corazón de San Bartolomé. Mientras, preparan la apertura de La Molina como lugar de encuentro alrededor de la cafetería, con producto Lanzarote, y mediante talleres en los que entrar en contacto directo con el gofio en sus distintos estados. Asistir al tueste mecánico o participar del manual, con olor a leña, en un tiesto tradicional. Impulsos que, además, atraerán turistas a San Bartolomé, un municipio que quedó fuera del circuito y que ahora, con esta iniciativa, llamará al tranquilo deambular de los visitantes foráneos por las calles de este pueblo con historia.

Y, entre tanto, el alimento que calmó el hambre en los duros tiempos de posguerra o sequías coquetea con vinos, mojos, quesos, mermeladas, mantecados y otros productos de la isla, como demuestran las cestas que aguardan en la entrada de La Molina, en necesarias sinergias alrededor de la nueva realidad en la que es preciso sumar esfuerzos que pongan en valor el producto Lanzarote. En este punto concreto, sería injusto si no se reconociera el papel que, desde hace ya diez años, juega Saborea Lanzarote, el ente instrumental del Cabildo de la isla que, entre otros, tiene como principio “dinamizar la actividad económica de la isla a través de la generación de sinergias entre los distintos sectores productivos creando iniciativas que den respuesta a la demanda del turismo enogastronómico”.

La nueva Molina de José María Gil elabora y comercializa de forma local, erigiéndose en reflejo del valorado Kilómetro 0, apoya a la agricultura insular, apuesta por el medio ambiente a través de los envases eco, promueve la economía del territorio y divulga nuestra cultura patrimonial.

Mientras, Silvia y Lourdes sueñan, al tiempo que trabajan, en un proyecto global encaminado a que el lugar sea el centro neurálgico de los vecinos del municipio, como era antiguamente. En la calle José María Gil, en su plaza con el centenario laurel de Indias, junto al jardín del pequeño drago, al soco del molino que busca lucir en un futuro cercano en todo su esplendor. Al olor de la harina tostada, ese aroma cálido de hogar en el que se adivina millo, trigo, cebada, garbanzos… donde se atisba el sudor campesino y las entrañas de una tierra y unas gentes que se reinventan y miran al futuro con los ojos de la esperanza.

FOTOS: lamolinadelanzarote.com